Tiene mucho sentido que Schönberg escribiera «La noche transfigurada» en 1899, más o menos como si el último año del siglo XIX necesitara de un ejercicio de despedida, un epitafio a la tonalidad. Él mismo la dilata, la tonalidad, hasta los últimos estertores, todavía deudor del linaje de Brahms o de Wagner, pero ya convencido de que el amanecer del siglo XX iba a requerir una transformación radical del lenguaje. Él mismo se ocuparía de liderarla, pero nunca estuvo solo Schönberg. Otra cuestión es que el trauma de las guerras y o la persecución y éxodo de los músicos judíos descoyuntaran una generación que había instaurado el desenfreno de la vanguardia. Alexander von Zemlinsky fue el gran precursor, además de profesor de Schönberg y su cuñado. Por eso el concierto que el maestro James Conlon dirige en estas fechas reviste tanta coherencia estética, y reivindica la «Sinfonía lírica» (1922) como una obra maestra de la «literatura» simbólica, una canción de la tierra que evoca la agonía de Mahler y que convierte los poemas de Tagore en insólito aliado del lied.