La grandeza de Richard Strauss no sólo consiste en haber abierto las puertas de la vanguardia con el desgarro de Elektra (1909), sino en haber emprendido él un camino distinto, irritando incluso a quienes -Adorno- observaban con estupefacción la manera en que el compositor germano abjuraba de las implicaciones freudianas y del embrión expresionista. El camino que le convenía a Strauss no siempre era el camino que le convenía a la música contemporánea, pero esta aparente discrepancia no le hizo desentenderse de sus obligaciones. Porque Strauss hizo lo que quiso y cuanto quiso, alentado por una especie de energía del superviviente que había conocido el reino de Baviera, la Prusia que perdió la guerra del 14, la Alemania de Weimar, el crepúsculo nazi y hasta la creación de la República Federal de Alemania. Strauss permanecía. Strauss permanece, como lo prueba no sólo la ubicuidad de sus óperas, sinfonías y poemas sinfónicos, sino además la vigencia de su lenguaje en agradecimiento a la compleja facilidad de su escritura magmática. David Afkham y Lise Lindstrom nos lo van a recordar con las mejores cualidades para conseguirlo.