No está claro si es un concierto o una encerrona. Quiere decirse que programar una obra contemporánea en convivencia con la «Gran misa en do menor» de Mozart, momento estelar de la humanidad, que diría Zweig, implica una capitulación por adelantado, aunque la ventaja de Lowell Liebermann (Nueva York, 1961) consiste en que su «Concierto para flauta», estrenado por James Galway en 1992, abre la velada en lugar de cerrarla y representa un ejercicio de reivindicación de la música tonal, sobreviviendo a los dogmas contra la melodía que se impusieron ferozmente en la segunda mitad del siglo XX. Lo que nos dice el maestro norteamericano es que un compositor tiene que escribir la música que a él le gustaría escuchar, independientemente de un vanguardismo impostado o de un hermetismo artificial. Y le han ido bien las cosas en defensa del enjundioso melodismo y de las armonías mucho más arriesgadas. De hecho, sus obras se programan de forma regular y en particular lo hace el «Concierto para flauta». Tendrá que «defenderlo» Pepe Sotorres, descendiendo de su atril habitual de la Orquesta Nacional para demostrar su categoría de solista.
