MENUDO CUADRO

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Por Gonzalo Lahoz, crítico musical

La música, lo digo a menudo y no estoy inventando nada que no esté ya sentenciado desde el principio de sus propios tiempos, es reflejo de la vida. Por ello hay que celebrarla, siempre; sublimarla y, en la medida de lo posible, reflexionarla. En ese pálpito continuado con el que demuestra estar viva y ser actual, a lo largo de la historia se ha nutrido de sus concomitantes artísticos y, entre estos y como no podía ser de otro modo, especialmente de la pintura.

Durante este mes de junio, la Orquesta y Coro Nacionales de España ha preparado un programa que nos habla a la perfección de ello, uniendo un estreno mundial como es Desert de Ramón Humet, a una de esas historias músico-pictóricas bien conocidas como es La isla de los muertos de Rachmaninov (sobre la serie de cuadros homónimos de Böcklin) y un estallido de color impresionista en las fuentes y pinos romanos de Respighi. De hecho, con la partitura de Humet se celebrará el 200 aniversario del Museo del Prado. Allí, entre meninas y majas, se encuentra el grabado Anacoreta, de Mariano Fortuny, que ha inspirado al compositor catalán. Una meditación anónima, pues San Jerónimo es representado de espaldas, en forma de grabado y cargado de simbólica abstracción natural. Quizá por ello, Humet se sirve en su música de un Shakuhachi como instrumento solista. Es la conexión entre Oriente y Occidente, como el propio Paolo Bressan, director de este concierto, me comentaba. La meditación orientada hacia la conexión con el budismo o el sintoísmo, religiones mayoritarias en Japón, de donde procede esta flauta de dulce timbre.

Por supuesto, El Prado guarda muchas más músicas. Del mismo Fortuny encontramos en sus paredes la Fantasía sobre Fausto, donde el compositor Juan Bautista Pujol toca al piano mientras los personajes de la ópera de Gounod surgen de entre las notas: Mefistófeles, Marta, Margarita en los cielos… Pujol fue uno de los nombres destacados en la creación de la escuela pianística barcelonesa a finales del XIX, entablando amistad con grandes como Enrique Granados, quien, obviamente, tampoco pudo abstraerse de las pinturas que cuelgan ahora en la pinacoteca madrileña. No hay relación concreta entre los requiebros, coloquios, amores pianísticos del catalán y las pinceladas del aragonés, pero escuchar sus Goyescas es escuchar la atmósfera de esos majos y sus escenas. El propio Goya acabaría por tener su propio personaje en la zarzuela Pan y toros, de Barbieri -motín incluido (!)- y aparecería, de un modo u otro, en Chorizos y polacos o El barberillo de Lavapiés. Y si siguiésemos explorando la cédula del piano en la Ciudad Condal, pronto encontraríamos, por ejemplo, los jardines de Santiago Rusiñol, que de un modo u otro a buen seguro animaron a su buen amigo Manuel de Falla a componer Noches en los jardines de España. Son estos unos mínimos ejemplos entrelazados de cómo la música está maravillosamente embebida de la pintura allá donde escuchemos...

Ejemplos entrelazados de cómo la música está maravillosamente embebida de la pintura allá donde escuchemos... Y allá donde miremos, en el camino inverso

… Y allá donde miremos, en el camino inverso. Volviendo a El Prado, el museo alberga más de 500 obras donde la música, de un modo u otro, aparece representada. Desde La Creación de El Bosco, la Venus de Tiziano, quien se recrea en el amor y la música, los músicos de Van Dyck o Jordaens, quienes ya nos muestran sus dificultades para subsistir; hasta El Oído de Brueghel y Rubens, en esa colección de cuatro obras dedicadas a los sentidos, en la que aparecen un sinfín de instrumentos representados en el óleo, poniéndonos a prueba con gran número de objetos sonoros o ruidosos y, en un guiño maravilloso -entre otros- como es el Orfeo apaciguando a las fieras colgado de una de las paredes. Como si los guionistas de HBO o Netflix hubiesen inventado algo ahora con tanto guiño. Ya ven que todo en el arte parece estar ya inventado, es cuestión ya de saber reformular, interpretar y reinterpretar.

Terminaré esta vez volviendo al principio, con la comentada Isla de los muertos de Rachmaninov. Efectivamente, este halo que como todo Rachmaninov se despliega ante nosotros hasta dejarnos sin aliento, encontró inspiración no sólo en una, sino en toda una serie homónima de pinturas, del simbolista suizo Arnold Böcklin. Aunque en un principio Rachmaninov sólo viese una litografía en blanco y negro, defraudándole un poco al verla en color… ya saben, esa “alegría de vivir” que le caracterizaba…

La obra de Böcklin, con Caronte y el barquero, obsesionó incluso a Hitler y ha inspirado a artistas de la más diversa índole, desde Strindberg a Ridley Scott en su última entrega de Alien. En el terreno musical, la versión más conocida – porque haber, hay otras - la ha realizado el compositor ruso. Una respiración en forma de vaivén contempla la muerte ante nosotros, con el Dies Irae como constante y una suerte de variaciones sobre el tema principal. Sin saberlo, Rachmaninov realizó una suerte de versiones del mismo modo que Böcklin hizo las suyas.

Déjense llevar por sus oídos mientras las imágenes vienen y van, unidas a las melodías y sonidos que irán tomando forma y que, a buen seguro, pasarán a formar parte de sus recuerdos. La ocasión bien lo merece.

 

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