Si por algo Merlin es tan maravillosa como en cierto modo alegórica, es porque protagonista y autor de la obra aúnan un halo de misterio y narrativa algo desdibujada a su alrededor. Una imagen estereotipada que el paso del tiempo, de alguna manera, parece haber conseguido marcar a fuego en nuestra memoria. La imagen de Albéniz, y sus varias realidades, las musicales. Recuerdo la primera vez que vi en el teatro Pepita Jiménez. La ópera del catalán, no la obra de Valera en la que está basada. Primeros acordes y gran parte del respetable revolviéndose en sus asientos. Algunos gritaban: ¡Oigan, esto está en inglés! ¡En inglés! Como si el programador o los cantantes no distinguiesen la lengua de Shakespeare. O como si el Don Carlo de Verdi tuviese que cantarse en castellano, o Aida en egipcio antiguo. La música, ese arte universal que está por encima de todas las lenguas, elevó a Isaac Albéniz como uno de los grandes músicos nacionalistas de nuestro país, pero también como un artista cosmopolita e internacional. Esta segunda faceta suya, quizá no tan conocida – al menos más allá de París -, es la que viene a enseñarnos la Orquesta Nacional de España, bajo la batuta de Antonio Méndez, con el estreno en Europa de la Suite de Merlín (una de sus muchas incursiones escénicas), preparada por Manuel María Ponce.
Albéniz se suelta aquí de la mano de Bretón y Arbós, para beber de Dukas, Fauré o D’Indy (quien llegó a dirigir el Preludio) y, a través de ellos, como no podía ser de otro modo, de Wagner. La expresión plástica del impresionismo con el poso wagneriano. La orquestación de la partitura – atrevida, desbordante, seductora -, se ha planteado en no pocas ocasiones, arroja ciertas dudas sobre la autoría, al menos total, del de Campodrón. Un titán al piano, desde el foso le obnubilaban ciertas brumas. Puede que en realidad, según algunos testimonios recogidos, Albéniz no llegara a completar la orquestación de Merlin y fuera el mexicano Manuel Ponce, también alumno de Dukas, quien completara y puliera la partitura. En una carta de este a Laura Albéniz, hija del compositor, fechada en 1928, le dice: “La he recibido hoy (la partitura para canto y piano) y me apresuro a manifestar a Ud. Que espero aún indicaciones y el material, para ponerme a trabajar. Dedicaré dos horas diarias a la partitura y espero que un trabajo metódico y constante nos dará buenos resultados”.
Centrados en la cima pianística que supuso gran parte de su creación, a menudo parecemos olvidarnos del Albéniz internacional, imprescindible en el París de su época y en el devenir musical de nuestro país.
Precisamente, tomando las dos obras puramente sinfónicas de Albéniz como son Catalonia, compuesta en 1899 y sus Escenes simfòniques catalanes, escrita diez años antes, podremos situar y comprender qué momento vivía el compositor cuando se sumergió en Merlin, ideada entre estas dos piezas que recogen el sentir colorista de Dukas (de hecho, su mano es evidente en Catalonia) y el bucólico pastoral massenetiano. Ambas en una prolongación del piano hacia la orquesta en el pálpito nacionalista. Y Wagner, de nuevo, sobrevolando todo ello.
Efectivamente, si realmente el mexicano completó su obra, hoy por hoy no podemos asegurarlo (tal y como recoge José de Eusebio, encargado de recuperar la obra en nuestros días). Sea como fuere, el catalán nunca llegó a escuchar su obra representada. Tampoco Ponce. En 1950, no obstante, tuvo lugar un intento de estreno en Barcelona, en el Teatre Tívoli, con una sola función auspiciada por el Club de Fútbol Junior (¡quién nos ha visto y quién nos ve! ¡Ay si el Barça o el Madrid se dedicaran ahora a financiar la clásica!) donde se recortó la ópera y fue traducida al castellano. El verdadero estreno tendría que esperar todo un siglo, hasta 1998, con la batuta de Eusebio y la participación de Carlos Álvarez y Plácido Domingo en el mismo Auditorio Nacional donde se recuperará ahora la Suite sinfónica que escribió Ponce; por encargo de la familia de Albéniz. Será ofrecida por la Orquesta Nacional de España en lo que supondrá su estreno en Europa, ya que vio la luz en Ciudad de México, en 1938, bajo la batuta de Silvestre Revueltas (a quien precisamente la Nacional acaba de programar en Música latina & Cine). La versión escenificada, por cierto, tendría que esperar aún más, hasta 2003, para verse por primera vez. En esta ocasión en el Teatro Real de Madrid, de nuevo con Domingo como el Rey Arturo.
Cuatro movimientos componen la suite de Ponce: el místico Preludio del primer acto, un Andante lírico, una Danza como representación de la seducción y el Final de la obra. Todo ello dará cuenta, como comentaba al principio, de esa otra faceta de Albéniz menos conocida; la que creció a la sombra de un maravilloso piano. Centrados en la cima pianística que supuso gran parte de su creación, a menudo parecemos olvidarnos del Albéniz internacional, imprescindible en el París de su época y en el devenir musical de nuestro país. Mucho más de aquel que era aclamado al cruzar el Canal de La Mancha. En Londres surgió su opereta cómica The Magic Opal, al estilo de Gilbert and Sullivan y, gracias a su mecenas y libretista inglés Francis Burdett Money-Curtis, vieron la luz óperas como Pepita Jiménez o Henry Clifford. Merlin estaba destinada a ser la primera de una trilogía de obras líricas dedicadas a la figura del Rey Arturo, pero el tiempo lo puede todo y por desgracia nunca llegaron a componerse las otras dos partes. Disfrutemos pues de este inusual Albéniz, de este inusual Merlin, que es pura maravilla de un compositor a reivindicar en su faceta más desconocida.