Como cupletistas en el ocaso de sus carreras saliendo de los juzgados se debieron sentir muchos ante el joven Arnold Schoenberg: “¡Pero qué invento es esto!” como mantra interior. La alta sociedad austro-carpetovetónica, pero también quienes veían la revolución en él. Mahler y todos su pupilos manteniéndose en pie mientras el suelo temblaba bajo ellos. El de Kaliste le reclamaba tiempo para comprenderle; Richard Strauss, él siempre tan simpático, una pala para que mejor se dedicase a quitar nieve antes que seguir componiendo. Cada uno a su manera, se preparaban para afrontar la locomotora que veían venir desde ya no tan lejos a toda velocidad. Si el maravilloso Fernando Arrabal hubiese vivido entonces, doy por hecho que se habría subido a alguna silla: “¡El atonalismo va a llegar!”
Con “la liberación absoluta de todas las formas, de todos los símbolos de conexión y de la lógica”, Schoenberg firmó uno de los pasos decisivos en la evolución musical. El último gran paso, seguramente. La inmersión en el atonalismo y el serialismo le hizo reafirmarse como la figura indispensable y contenida en la que se había convertido. Un hombre atribulado en sus adentros, sarcástico, práctico y desde luego decidido cuyo legado, más allá de sus propias partituras, sin duda ha sido aquellas otras que aún estaban por llegar de manos de sus seguidores, llámense Alban Berg o Anton Webern – los más conocidos en la Segunda Escuela de Viena y que murieron con el ascenso del Nazismo, uno de septicemia, el otro de un disparo. O Krenek, Stein, Eisler… Gerhard, Ullmann… la sombra de Schoenberg es poderosamente alargada y, por fuerza, contemporánea. El compositor austriaco fue el Caballo de Troya, o si se prefiere por coordenadas contemporáneas el Blaue Reiter, el Jinete azul que el postromanticismo buscaba (junto a Debussy… no sé si tanto Stravinsky), del mismo modo que Kandinsky y Marc transformaron el Expresionismo.
No obstante, antes de cortar las alas a la tonalidad, Schoenberg avanzó en una evolución considerada lógica por él y por el paso del tiempo, no parece que tanto por alguno de sus contemporáneos. Así, es imposible no rendirse ante la seducción de su Noche transfigurada, que no es sino su opus 4 tras varios grupos de canciones y sin duda su obra más conocida. La magia de un sexteto de cuerda postromántico, que aún bebe mucho de Wagner y Brahms y que supone una de las primeras músicas programáticas con formato de cámara, con Strauss como referente, no así Mahler en sus propias palabras. La inspiración le vino con el poema homónimo de Dehmel e, idealizando al personaje, de su encuentro con Mathilde von Zemlinsky, quien terminaría siendo su mujer y a la postre hermana del compositor Alexander von Zemlinsky, único maestro de Schoenberg, del que la Orquesta Nacional dio buena cuenta la temporada pasada En el calor de la noche.
Justo a continuación presentó su visión de Pelleas und Melisande (en alemán para él), basada en la obra del padre del simbolismo francés, belga él, Maurice Maeterlinck. Sin embargo, aunque la nueva obra se estrenase en 1912, Schoenberg comenzó a imaginarla diez años antes, apenas unos meses antes del estreno de la ópera de Debussy. El sino de los tiempos, la corriente inevitable de las efervescencias culturales inundándose unas a otras. Lleva sucediendo durante siglos. Si les ocurrió a Schubert y Arriaga, por ejemplo, estando distanciados en el tiempo y el espacio, pero componiendo músicas del mismo espíritu, ¿por qué no iba a pasarles a Schoenberg y Debussy, bebiendo de la misma fuente? De nuevo con Strauss revoloteando alrededor de sus pentagramas – de hecho fue él quien le sugirió el tema -, descubrimos aquí un poema sinfónico de “extravagantes movimientos de la armonía” y “tonalidades indefinidas”.
La eclosión sin retorno podríamos situarla en el estreno de su Sinfonía de Cámara, opus 9, con Arnold a punto de cumplir los 32 años de edad. En la misma estela que su Primer Cuarteto de cuerda, ambos trabajos levantaron ampollas entre sus primeros oyentes. Una complejísima armonía en una forma de movimiento único que Schoenberg estudió de Beethoven (Grosse Fugue), Schubert (Fantasía Wanderer) o Liszt (Sonata en si menor), con numerosos temas entretejidos y una idea multidimensional en su partitura. No podía sonar a nada anterior, ciertamente. Mítica es la noche vienesa en la que la policía tuvo que intervenir cuando su obra se representaba junto a las aguas de las que surgió: Zemlinsky, y aquellas que motivó: Berg. Demasiado para muchos, acabó en trifulca.
Los Gurre-Lieder hicieron frotarse los ojos y los oídos a propios y extraños, a amigos (los pocos) y detractores (los muchos) del compositor
Antes de aquello, Schoenberg nos regaló, sin embargo, un lazo, una puerta dorada recargada de oropeles con la que poner broche a su primera etapa y, también un tanto, al postromanticismo. Estirando a Wagner, a Mahler, a Strauss… alcanzando a Brahms y a Schumann… y poniendo por supuesto de su propia cosecha, como una voluminosa arcada musical que abarcó 10 años de su vida: Los Gurre-Lieder, que del 19 al 21 de octubre presenta la Orquesta y Coro Nacionales de España con un plantel de primera fila.
Los Gurre-Lieder hicieron frotarse los ojos y los oídos a propios y extraños, a amigos (los pocos) y detractores (los muchos) del compositor. Una colosal pirámide que no fue sino un grandilocuente y maravilloso espejismo como paréntesis previo a las maravillas que aún estaban por surgir de las manos de Schoenberg. ¿Necesita la evolución de la violencia de la revolución para dar sus mejores frutos? Bueno, con el austriaco se evidencia que sí. Un increíble despliegue orquestal repleto de matices, recovecos, colores, que nos adentran en el dramatismo de una suerte de cantata romántica a la que se le ha dado vueltas y vueltas hasta hallarle una nueva forma, un nuevo sentido. Desde el más voluptuoso postromanticismo wagneriano en la primera parte hacia un final ya de tintes mahlerianos, ciertamente atonalista. Pensemos que para entonces Schoenberg ya había compuesto Erwartung o las Piezas para orquesta con su particular uso del cromatismo, y haciendo uso del sprechgesang. De lo lírico a lo teatral, a través de un entramado colosal de motivos y temas sostenido por una orquesta gigantesca, siempre cargada de sutilezas que hacen de esta una obra especialmente delicada a la hora de concebirla y plasmarla. Alguien ya dijo que los Gurre-Lieder son en realidad el cuarteto de cuerda más grande de la historia. No le faltaba razón.
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