“Termina de una vez tu última canción y vámonos. Cuando pase esta noche, olvídala para siempre.
¿A quién intento abrazar entre mis brazos? Los sueños nunca pueden ser capturados.
Mis manos ansiosas aprietan el vacío contra mi corazón.
Y mi pecho es una gran herida”.
La noche y sus circunstancias siempre han sido un generoso caldo de cultivo para las almas sensibles. En la música clásica, por no detallar aquí una lista que podría resultar interminable, podemos hallar numerosos ejemplos en los nombres más contemporáneos: Messiaen con Des canyons aux étoiles, Gorécki y su sinfonía copernicana, Glass con la Estrella polar, Dutilleux bebiendo de la Noche estrellada de Van Gogh… Xenakis, Gubaidulina, Saariaho, Takemitsu… Nadie escapa a la noche.
Los comienzos del siglo XX tampoco fueron menos. Desde cualquier coordenada, ya fueran italianas: ahí está por ejemplo Puccini, con la noche acompañándole prácticamente en cada una de sus óperas: La Bohème, Madama Butterfly, Tosca, Il Tabarro, Turandot… o puramente vienesas, como recoge una de las obras más significativas del momento: la Lyrische Symphonie, puente como su autor Alexander von Zemlinsky, - atrapado en cierto modo- entre dos mundos, continuación el uno del otro. Del crepúsculo wagneriano (cojan estas palabras con cuidado, por favor), a los albores del atonalismo, que nunca terminó de abrazar.
La Sinfonía lírica fue compuesta entre 1922 y 1923 y estrenada junto al Erwartung de Schoenberg un 4 de junio de 1924 en Praga, donde Zemlinsky trabajó durante años como director de orquesta. Como si de un pequeño borbón o diva de siglos pasados se tratase, en realidad esta partitura nocturna tiene un nombre más elaborado: Lyrische Symphonie in sieben Gesängen nach Gedichten von Rabindranath Tagore für Orchester, eine Sopran- und eine Baritonstimme. Ahí es nada, o lo que en castellano viene siendo: Sinfonía lírica en siete cantos a partir de los poemas de Rabindranath Tagore, para orquesta, soprano y barítono.
Son pues siete los textos engarzados a través de interludios orquestales: Me encuentro ansioso y tengo sed de cosas remotas / Pero madre, ¿cómo quiere que esta mañana me dé cuenta de lo que hago cuando está a punto de pasar el príncipe? / Eres la nube que se alza en el atardecer del cielo de mi imaginación / Dime algo. Cuéntame con palabras lo que acabas de cantar / ¡Libérame de estas dulces ataduras, amor mío! / Termina de una vez tu última canción / Serénate alma mía, que el momento de la despedida no sea doloroso.
Escuchando a Zemlinsky y el escogido exotismo de Tagore, con su dulzura, su misticismo y su palpitante contacto con la naturaleza, el calor de la noche parece el momento idóneo para entregarse al amor. A sus anhelos. A sus pasiones. A sus finales. Seguramente sea esta una de las mayores muestras de expresionismo ahogando los últimos rescoldos de romanticismo alemán. Jugendstil musical en floración. Así, es indudable el influjo que en ella ejercen la Verklärte Nacht de Schoenberg (maravilla el programa que ha preparado la Orquesta Nacional de España, aunando las dos obras bajo la batuta del especialista James Conlon), pero también El castillo de Barbazul de Bartók (que igualmente la Nacional interpretará una semana después), así como Johannes Brahms, Richard Strauss y al omnipresente Richard Wagner, de sombra tan alargada, en un giro del amor y su dolor que escuchamos en Tristan und Isolde.
Escuchando a Zemlinsky y el escogido exotismo de Tagore, con su dulzura, su misticismo y su palpitante contacto con la naturaleza, el calor de la noche parece el momento idóneo para entregarse al amor.
Curioso es lo de Schoenberg, donde es el maestro, Zemlinsky, quien termina “inspirándose” en el alumno. Lo cierto es que no le hemos valorado como se merece. De sus clases no sólo surgió Arnold, sino también Alban Berg (quien quedó prendado de la Sinfonía lírica, citando su tercera canción en su Suite lírica) y Anton Webern, así como Erich Korngold y alguien de quien también solemos olvidarnos en su faceta como compositora: Alma (Mahler) Schindler, con quien mantuvo una relación amorosa antes de que esta quedara prendada del compositor de Kaliste. Zemlinsky devorado por Mahler y fagocitado por lo que sin duda ayudó a crear: el dodecafonismo de Schoenberg y la Segunda Escuela de Viena. Eliminado por la barbarie del nazismo y su Entartete Musik, de la que pasó a formar parte, emigrando a los Estados Unidos y siendo olvidado durante demasiado tiempo.
Paradojas del destino, a Zemlinsky le cubre de lleno también la noche mahleriana. No tanto la de su Séptima sinfonía, que también, sino sobre todo la de La Canción de la Tierra, por la conexión natural que tan bien conecta con Tagore y obviamente por las formas. "He escrito algo este verano como Das Lied von der Erde. Aún no tengo un título para eso”. Si bien y a pesar del claro homenaje, la Lyrische posee entidad propia. En la parte vocal pueden distinguirse desde el título: mientras que en Mahler el tratamiento de la voz tiende más hacia la canción, hacia el lied; en Zemlinsky lo que escuchamos, efectivamente, es mucho más lírico.
Si Mahler optó por china y los poemas de Li Tai-Po, Zemlinsky se fijó en Rabindranath Tagore, primer Premio Nobel de literatura no europeo, segundo en cualquier ámbito tras Roosevelt. “El centinela de la India”, como le llamaba Gandhi por su compromiso con su pueblo. Las canciones escogidas no componen un círculo cerrado, si no que encuentran su cohesión gracias a la partitura del músico austriaco y el fin de siècle vienés. Han de ser dirigidas sin solución de continuidad, tratadas como una sola obra y debiendo ser interpretados sin diferenciación del primero de ellos, tal y como dejó escrito Zemlinsky.
El indio estaba de moda. Cosas del moderneo y el art nouveau. Pero tampoco subestimemos el poder de Tagore, cuyos versos también llegaron, sobre todo en forma de canciones, hasta firmas tan distintas como las de Szymanowsky (Cuatro canciones, op.41), Alfano (Tre liriche di Tagore, Tre poemi di Tagore…), Milhaud (Poème de Gitanjali…), Eisler (Eines Morgens im Blumengarten…), Respighi (Cinque liriche: La fine) o Janácek (El loco vagabundo), todas más o menos en el mismo espacio de tiempo. Si ustedes no le han leído todavía, les ruego aparquen aquí esta lectura y se encaminen a su librería más cercana. En lo personal, me recuerdo en plena pubertad cuando mi padre me regaló su propio ejemplar de El jardinero, que aún conservaba desde principios de los ochenta. Aquello abrió mis estanterías a toneladas de poesía, esa cosa que los adolescentes, equivocadamente, solemos tratar con cautela y discreción. No me malinterpreten, mi casa no era ese cuadro pedante al estilo Call me by your name que pueden estar imaginando, pero hay espejos elementales en los que mirarnos que todos deberíamos conocer y disfrutar. Tagore y su jardinero sin duda es uno de ellos. Zemlinsky y su Sinfonía lírica, otro. Aquí tienen una oportunidad única.
Suscríbase al boletín mensual OCNE para recibir cómodamente nuestros artículos, noticias y programación.