VOLVER

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Por Gonzalo Lahoz (crítico musical)

La música, como todas las artes, es un lugar maravilloso donde poner nuestras emociones al límite. Es eso precisamente lo que persigue esta nueva temporada, Paroxismos, de la Orquesta y Coro Nacionales de España. De todas ellas: miedos, alegrías, tristezas y amores, han bebido los grandes compositores. Máximas a las que entregarse, a las que llegar o desde las que venir. La música las envuelve del mismo modo que de ellas se nutre y, desde una lejanía relativa: temporal, geográfica, emocional también, todas han sido retratadas a través del prisma de la nostalgia.

Mirar hacia atrás cuando se está cambiando, cuando se es parte de una transformación es, en cierto modo, inevitable. Por ello encontramos una época fértil en recuerdos una vez superado el romanticismo más puro (llamémosle así). Ahí están Brahms y sus sinfonías, con la Cuarta como estandarte de esa melancolía otoñal, serena y delicadamente constringente; su primer cuarteto para cuerda, al que todos deberíamos temer, o la arrebatadora melodía del allegro non troppo en su Concierto para violín (con el que gozaremos este noviembre de la mano de Anne-Sophie Mutter y Christoph Eschenbach). Lo escuchamos en el violín de Berg o en los pentagramas de Sibelius. También hay algo de ello, por qué no, en las heroínas puccinianas y desde luego en las straussianas, o en las partituras de Korngold, tantas veces vilipendiado, como lo fue en su día Rachmaninov (tiempo después de su muerte, el reputado diccionario Grove insistía en que todos nos olvidaríamos de él), sin duda el mejor exponente de todo ello; e incluso en aquellos que hicieron brecha sobre la que aparentemente no volver, llámense Skriabin, Schoenberg o Britten, por ejemplo.

Como decía, es en Rachmaninov, el elegido por la Nacional para volver esta temporada, donde encontramos, seguramente, la mayor concentración de estallidos melódico-nostálgicos irresistiblemente embriagadores, con una equilibrada balanza de recuerdos, depresión, esperanza y ensoñación; todo ello, al parecer, invenciones del Romanticismo. También como respuesta a los cambios del presente: Esa explosión que es su Segunda sinfonía (Ramón Tebar la dirigirá en febrero) ante la previsible Revolución Rusa que el compositor vislumbrara desde la lejana Dresde. Una respuesta tan intensa como melódica, como lo es todo Rachmaninov al fin y al cabo, que encuentra su punto álgido en un Adagio ante el que es imposible no emocionarse. Llorar, por dentro o por fuera, esperanzarse, golpearse con alguna realidad… si no tenían muy claro que era aquello del paroxismo, aquí está Rachmaninov, también en el programa de estreno con su Tercer concierto para piano, para estirar de ustedes, hurgarles, llevarles a lo más alto y después dejarles caer. Atravesar nuestro pecho para pararnos por un momento esa cosa que tenemos ahí dentro y recordarnos que es un corazón.

Llorar, por dentro o por fuera, esperanzarse, golpearse con alguna realidad… si no tenían muy claro que era aquello del paroxismo, aquí está Rachmaninov

Hablar de Rachmaninov, no cabe otra, es hablar de piano. Imposible obviar su figura, sus obras y aquellas enormes manos que todo parecían abarcarlo. Sus cuatro conciertos dedicados al teclado – amén de su Rapsodia sobre un tema de Paganini – son cuatro colosos, cuatro pirámides de culto y cuatro altares (más aún si no perdemos de vista el fuerte arraigo religioso del compositor) a la nostalgia, a lo vivido y siempre añorado. A todas aquellas emociones que recordamos, pero de las que nos ha sido arrebatado el poder sentirlas de nuevo. Al menos tal y como realmente fueron.

Las cuatro partituras dan inicio de forma magistral. Entradas donde tomarle el pulso a la elegancia, a la contención de lo vivido, la tensión de quien tiene una buena historia que contar, pero teme desvelar el final antes de tiempo, llevada al teclado. El arranque de su Segundo concierto, con ese piano a solo donde un pianista se lo juega TODO, así con mayúsculas, es seguramente el mejor resumen del sentir de Rachmaninov y la mejor forma de explicar, de forma sencilla, todas estas líneas que escribo aquí. Y de ahí a sumergirnos en las profundidades melódicas de una orquesta que empuja tanto como lo que ya he comentado anteriormente: los sueños y los recuerdos. De similar modo ocurre en el Tercero, donde en apenas ocho notas el ruso nos ofrece toda una reflexión sobre lo vivido sin que sea, precisamente, un camino de rosas. Es este uno de los conciertos para piano más complicados a los que enfrentarse.

Rachmaninov podría ser, en coordenadas más meridionales y contemporáneas, el cruce de caminos entre Sabina y aquel tango de Gardel. Ilusiones y evocaciones, insisto. Alguien que nos recuerda que “siempre se vuelve al primer amor” mientras algo se agita en nuestro interior diciéndonos que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Aquella frase con la que termina Volver: “El alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez”. En cualquier caso, ya sabemos que lo que recordamos a menudo no es lo que vivimos y que los sueños no son sino recuerdos. Nos lo explicaba David Lynch en su Lost Highway a través de su protagonista: “Me gusta recordar las cosas a mi manera, no necesariamente como pasaron” … Serguei hizo todo lo posible por llevar hasta el paroxismo las reminiscencias, los recuerdos, lo vivido, lo no vivido, los sueños, lo amado y lo perdido. Y lo consiguió.

 

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