Diría un comentarista deportivo que este concierto se divide en dos partes claramente diferenciadas, pues no es fácil encontrar un nexo entre el «Concierto para violín» de Beethoven y el «Réquiem» de Fauré. El nexo se halla buscando y rebuscando, no tanto por la popularidad de las obras, como porque toda la música posterior a Beethoven se «resiente» de la influencia de Beethoven, pero hablamos aquí de relaciones más específicas. No habiéndolas, la pausa del concierto, tantas veces obligatoria por cuestiones logísticas, se antoja un acierto programático. Los espectadores serán expuestos a la clarividencia de un solista, Frank Peter Zimmermann, que ha sabido recorrer el complejísimo camino del niño prodigio al hombre prodigio. Y que tiene entre sus manos no cualquier Stradivarius, sino el mismo violín de Cremona que perteneció a Fritz Kreisler y que aloja entre sus cuerdas los secretos para llegar al misterio de Beethoven. David Afkham será el médium en el podio. Y el artífice, después, de un «Réquiem» que lo expone a un repertorio menos frecuentado por él mismo y muy frecuentado por el oído de los melómanos.