ELGAR Y EL ROMANTICISMO DE FLEMA INGLESA

Usted está aquí: Inicio / Actualidad / ELGAR Y EL ROMANTICISMO DE FLEMA INGLESA

Gonzalo Lahoz, crítico musical

Quizá por una suerte de imperativo asociativo o tendencia a la simplificación, a menudo relacionamos rápida y primeramente el Romanticismo con la ópera y, al mismo tiempo y sin embargo, con el alemán. Hay motivos para ello y, sin embargo, el Romanticismo no es sólo eso, ni mucho menos. Su fuerza llegó, en cierto sentido, hasta bien entrado el siglo XX. Recuerdo que en una entrevista de trabajo, mi interlocutor me preguntó con qué único término asociaría el Romanticismo musical. Tras dárseme la vuelta los ojos, recuperar el aire y ver que mi entrevistador permanecía impertérrito ante mí, solté un ovillo de palabras: piano de cola, cohesión, Beethoven, individuo, trompa de pistones, idealización, Chopin, héroe… ni me acuerdo. Ante el silencio, probé: “¿Ópera?” (como si Monteverdi y todos los que vinieron después nunca hubiesen existido). Sonrisa de autocomplacencia y trabajo conseguido.

Obviamente no quiero decir, ni mucho menos, que esta anécdota pueda hacerse extensible, pero sí quisiera resaltar el hecho de que a menudo, por comodidad, por tradición, por equívocos o creencias, tendemos a clasificar todo a base de rasgos demasiado generales. Les lanzo una pregunta: ¿Quién dirían ustedes que es Edward Elgar? ¿Sería el primer nombre que diesen al hablar de Romanticismo? Yo voy a apostar a que, al menos, sí deberíamos nombrarlo. En realidad, no es que yo sea original en la pregunta; ya lo vino a cuestionar Bernard Shaw a principio de los años 20 del pasado siglo: “Elgar, la figura principal de la música en Inglaterra, es un compositor cuyo rango no es ni prudente ni posible determinar”.

De forma dolorosamente sucinta, la música clásica en Reino Unido se ha caracterizado por la fulgurante aparición de personalidades, sin una corriente propia que les una más allá de la evolución marcada por el exterior: Purcell, Handel (admitamos pulpo como animal de compañía), John Field… Habría que esperar al siglo XIX para una mayor proliferación de nombres propios: Arthur Sullivan, Michael Balfe y Frederic Clay dieron forma a la silueta lírica británica, mientras que surgía un cuarteto de ases entre los que ya, por fin, cabe hablar de cohesión: Edward Elgar, Gustav Holst, Ralph Vaughan Williams y Frederick Delius. Posteriormente, ya alcanzado el XX, Reino Unido continuaría con un lugar por derecho en la clásica gracias a Benjamin Britten, William Walton, Michael Tippett… y hasta hoy: Peter Maxwell Davies, George Benjamin, Harrison Birtwistle, Thomas Adès… lo de las islas, ya ven, siempre ha sido una música de futuro.

Entre la nada y el todo (entiéndanme, por favor, lo que vengo a decir con “nada” y “todo”); ahí está Edward Elgar… lógicamente no un invitado de piedra en el devenir de la música británica. Un músico, un romántico (el último de los románticos) hecho a sí mismo. Un hombre que, como otros tantos, nació ya antiguo, sin que esto tenga por qué ser negativo y, dentro de ese poso del pasado, vanguardista. Al final y al cabo, la vanguardia no es sino tradición. Todo un Sir de la época victoriana, aunque formado a golpe de Brahms (sin duda, su mayor paralelismo), de Beethoven… podríamos decir que también de Wagner, aunque participando también de la bancada de Schumann, ya que el tiempo pudo permitírselo. Todos procedemos de lo anterior, de lo más inmediato y de lo más lejano… tendemos a cobijarnos bajo los árboles más frondosos. Bien pareciera que el maestro inglés hubiese diseccionado el urgente sentir post-beethoviano, uniéndolo a la realidad de su presente al otro lado del Canal de la Mancha con un perfecto engarce, que brilla especialmente en el gran manejo de la orquestación; el cual podemos encaminar paralelamente, por qué no, con Debussy y Ravel en cuanto a su finura y ligereza. Con ello, Elgar esculpió una suerte de maravilloso romanticismo alemán de flema inglesa.

De hecho, en cierto modo la vida del compositor inglés se impregnó de ciertos clichés románticos: asediado por las carencias económicas, perturbado en un amor perteneciente a otra clase social, golpeado anímicamente por los devenires políticos y siempre con una mirada de pátina melancólica con la que recubrir su música. Quizá aquella frase suya, tan romántica de nuevo: “Hay música en el aire”, venga a definir su forma de entender la composición. A menudo escuchamos la delicada gravedad lírica, lo íntimo y lo cuasi cauteloso. También lo heroico y la hondura de lo humano. Ese es Elgar, quien recoge de los grandes y lo transforma en el detalle, desde su música de salón hasta sus obras más conocidas, pasando por sus dos sinfonías completas o la cúspide coral que supone su maravilloso The Dream of Gerontius. Personalmente, lo reconozco, tardé en llegar a él, porque sencillamente no se puede llegar a todos los sitios a la vez. Cada uno necesitamos de nuestra propia evolución (o revolución). Él mismo tardo 40 años en terminar de descubrirse. Quizá haya quien quiera matarme por esto, pero Elgar no encontró a Elgar hasta el ocaso del siglo XIX y sus Variaciones Enigma. Y, desde luego, la sociedad y el público, víctimas de sí mismos, no le “disfrutaron” hasta el estreno de esta partitura.

Ahora, a finales del mes de diciembre, la Orquesta y Coro Nacionales de España nos ofrecerán su última gran composición: Su Concierto para violonchelo, del que hace nada se cumplieron 100 años desde su estreno, un 27 de octubre de 1919. Marcada por la I Guerra Mundial, la más cruenta contienda conocida por sus contemporáneos, en su partitura se une lo elegíaco con la añoranza de tiempos pasados. Ya desde su comienzo descubrimos una mirada hacia el pasado desde un presente que, parece, nunca le perteneció. El desgarrado canto de dolor de quien comienza a caminar de nuevo. Si esta no es la mejor rúbrica de, efectivamente, el último romántico, no sé que podría serlo. Sonará junto a músicas de Janácek (Sinfonietta, La zorrita astuta) y Walton (Scapino), interpretado por dos Premios Nacionales de la Música: el director Juanjo Mena a la batuta y Asier Polo como violonchelo solista.

Edward Elgar junto a la violonchelista Beatrice Harrison durante una grabación del Concierto para violonchelo en noviembre de 1920

 

Si quiere recibir cómodamente nuestros artículos, noticias y programación, puede suscribirse al boletín mensual OCNE.

Artículos relacionados

archivado en: