Por Gonzalo Lahoz, crítico musical
Aunque sea pura casualidad, resulta revelador que esta nueva temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España comience bajo el manto de la Resurrección, mahleriana para más señas. Y es que, si uno se para a pensar, a sentir con cierto detenimiento, este nuevo curso que nos presenta la formación, que vive un momento ciertamente excelente, tiene mucha forma y contenido de ave fénix. Del resurgir de la música, una vez más. Y es que una de esas cosas maravillosas que tiene la Nacional es eso, que es tan de todos nosotros como de ninguno. Que es, ha sido y será siempre ella misma, por encima de los nombres que la dirijan, que la sirvan desde los atriles, o que la disfruten desde las butacas.
“Morir para vivir”, ya lo dice el título del primer concierto, que tendrá lugar los primeros días de octubre y que, como comentaba, nos traerá la Segunda sinfonía “Resurrección” de Mahler, bajo la batuta de Christoph Esechenbach. El porqué de la vida, su enfrentamiento con el destino y la muerte: “lo que nace debe morir”, recoge el texto del último movimiento. Como punto de partida, la Nacional – y quienes la escuchamos – empieza fuerte. Cojan aire porque lo van a necesitar. Aún podemos ascender un poco más. Lo cierto es que deberíamos acudir al auditorio con el maillot de topos para ascender el montañoso recorrido que nos espera. El primero de los programas conecta directamente con el segundo de forma musical, física, trascendental. “Todo lo que existe tiene un final”, decía Wagner en su Oro del Rhin y aquí ese konzept nos lo presenta en un sopapo de amor: “Morir de amor (extended edition)”, nos trae Tristán e Isolda en versión concierto, con la batuta de David Afkham y las voces protagonistas de Petra Lang (quien acaba de cantar el papel en Bayreuth bajo la batuta de Christian Thielemann), Fran van Aken, Daniel Boaz y Violeta Urmana. Dolor y conmoción o éxtasis superlativo, ¿acaso puede haber otros finales para el amor? Abrirse el pecho y morir de amor… quién sabe si puede haber lugar para el renacimiento después de haber entregado todo al amor.
La música nos invita, constantemente, a sobrevivirnos, a resurgir
Scheherezade crea un falso amor para huir de la violencia machista y de la muerte, envolviéndolo de apasionantes y coloristas historias, aquí de la mano de Simone Young, cuyo nombre suena para ser la primera mujer que dirija en 2021 el foso de Bayreuth por primera vez en la historia. Y si con tan sólo tres citas creen que pueden taparse los oídos sin poder escuchar nada mejor, en el cuarto nos arrancaremos los ojos. Asesinar a su padre, casarse con su madre. Arrancarse los ojos, marchar al destierro. Para dramas, tragedias vamos, las griegas, oigan. Sófocles brinda a Stravinsky un marco excepcional como soporte de su neoclasicismo. Lo completa Josep Pons con músicas religiosas del propio compositor ruso y de Francis Poulenc: “Sólo ante la Virgen Inmaculada reconozco de golpe el signo indiscutible, el puñetazo de la gracia en pleno corazón”. Esto va a dolernos tanto como a extasiarnos, no queda otra.
Y entonces vuelve Eschenbach. Y vuelve con Shostakovich y su Quinta sinfonía, donde en cierto modo, el compositor también vuelve. Al redil, al partido. La positividad negativa o la negatividad positiva, no termina de quedar claro, en un hombre que camina hacia la luz… una luz cegadora. De un modo semejante (aunque obviamente diferente) ocurre en la Quinta de Mahler, que en esta ocasión dirigirá Antonio Méndez. El camino hacia lo infinito lo retoma Afkham con el Réquiem de Mozart. Ya saben el viejo dicho: Sólo el amor nos puede volver inmortales. La inmensidad de la música, como la de la muerte, nos lleva a planteárnoslo todo. ¿Qué hay más allá? Brahms y Ligeti completan un programa que tratará de hallar “El sentido de un final”.
El camino de la luz tendrá también su lugar precisamente en Hacia la luz, sobre el Poema de Parménides, en el estreno absoluto que ha preparado José María Sánchez-Verdú. También, por supuesto, en la Misa en si menor cuya composición acompañó a Bach durante 25 años, conformando una verdad tan universal como él mismo.
La muerte también nos asaltará de forma mucho más violenta, como en El mandarín maravilloso de Bartók, o en la Sinfonía nº11 “El año 1905”, de Shostakovich, donde ha de saltar de nuevo por la ventana: exaltación y réquiem, todo en uno. De las músicas que han sentido de cerca el horror de la guerra, daremos más cuenta: como la ofrenda de paz tras del Dona Nobis Pacem de Ralph Vaughan Williams, o el Hymne au Saint-Sacrement, cuya música tuvo que reimaginar y recordar Messiaen tras la Segunda Guerra Mundial, donde la partitura se perdió. Volver a uno mismo habiendo vivido el horror de la muerte. O la respuesta de Braunfels en forma de Te Deum. Fue marcado como “degenerado” por los Nazis en una de esas ironías de la vida. Degenerados hablando de degenerados, qué cosas. Los mismos que también señalaron a Anton Webern, quien acabó muriendo por el disparo de un soldado aliado y cuya Passacaglia escucharemos junto al Concierto para violín de Alban Berg (¡oh, otro degenerado!), dedicado a la memoria “de un ángel”, de su amada Manon Gropius, hija de Alma Mahler.
La muerte, ya ven, inunda la nueva temporada de la Nacional, pero también la inmortalidad que hay tras ella, creamos o no, muchas veces en forma, lo dice su título, de paradigma. En forma de música, como mensaje indeleble de quien renace cada vez que su obra es interpretada, pero también de quien vuelve a vivir, de algún modo, al escucharla. Y si no tanto, sí de quien, aunque de forma inconsciente, cambia su forma de comprender, de sentir, de vivir. La música nos invita, constantemente, a sobrevivirnos, a resurgir. Somos el ave fénix, como la propia Orquesta y Coro Nacionales de España, renaciendo a cada compás que escuchamos con ella. Creando nuestro camino mientras crecemos disfrutando de los miles que ya han quedado escritos.
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