El toque mundano inherente a los textos divulgativos de la música clásica los ha convertido en una formidable caja de resonancia de anecdotarios y medias verdades que se han acabado instalando en la historia como auténticos parásitos. Así, el Concierto para violín (1878) de Brahms parece estar indisolublemente ligado al juicio que presuntamente emitió Pablo de Sarasate acerca de la naturaleza «excesivamente sinfónica» de esta obra. Para bien o para mal, esta valoración se acabó volviendo en contra del navarro como una «demostración» de su frivolidad. Este fenómeno adquirió, en el caso de la Sinfonía núm. 4 de Schumann, la categoría de una auténtica leyenda negra: nos referimos a la acusación vertida a principios del siglo XX por el director de orquesta Felix Weingartner, quien cuestionó en un influyente texto las cualidades de Schumann como orquestador. Al margen de su discutible argumentación, este juicio pone de manifiesto las tensiones que planteó esta sinfonía –la más visionaria y radical de su catálogo sinfónico– con respecto a los medios a su disposición –la Orquesta Municipal de Düsseldorf–, inadecuados e insuficientes para una obra que se adelantó varias décadas a su propio tiempo.