Contemporáneo de Ravel, y considerado por algunos comentaristas como una suerte de impresionista vienés, Franz Schreker refleja en su Sinfonía de cámara de 1916 su profundo interés por el color instrumental y la mezcla sonora, una obsesión que llegó a adquirir una categoría casi autobiográfica en dos de sus óperas, El sonido distante y la inacabada Las esferas de sonidos. La indiferencia de estas inquietudes estéticas con respecto a la realidad del momento –en el que la I Guerra Mundial había quedado estancada en la carnicería sin fin de las trincheras– contrasta radicalmente con la actitud de Shostakóvich, quien convirtió su producción musical en todo un diario de los episodios más cruentos del siglo XX. Escrito en solo tres días y estrenado en 1960, el Cuarteto de cuerda núm. 8 consta en su dedicatoria como un homenaje «a las víctimas del fascismo y de la guerra». Impregnada de una extraordinaria carga emocional y concebida como un collage de citas musicales, tanto propias como ajenas, la obra presenta una paleta de registros tan extrema que justifica plenamente la decisión de Rudolf Barshái, discípulo y violista fundador del Cuarteto Borodin, de redimensionarla para orquesta de cuerda como Sinfonía de cámara.