Es curioso como Maurice Ravel, uno de los mejores y más grandes compositores que se han dado cita alrededor de un piano en el siglo XX, no llegó nunca a destacar como intérprete de su instrumento favorito. Su estética, su firma, su significado y su propio devenir, residen en su piano, tanto como residen en Schumann o Debussy, por ejemplo. Ahí están los Valses, Gaspard, Miroirs, Jeux d’eau, La tumba de Couperin o la Pavana. Además todas sus canciones y la música de cámara. Su consagración como intérprete tuvo numerosos intentos, pero su genialidad alcanzaba siempre su cénit -¡y qué cénit!- con la escritura de la partitura.
Superados los 55 años y prácticamente en el ocaso de sus días – fallecería a los 62, quiso reservarse un último intento para presentarse ante el público con la mayor de las formas, la del concierto, por la que no se decidió hasta que viajó a los Estados Unidos y escuchó genuino jazz y blues de la mano de un joven Gershwin. El resultado fue su Concierto en sol mayor, pero tampoco pudo ser. Su frágil salud y el exigente resultado de lo que él mismo escribió, se lo impidieron. Monsieur Ravel siempre necesitó de los grandes maestros del piano para mostrar lo mejor de sí mismo.
Humilde sinceridad o pretendida modestia, ¿quiénes han sabido realmente llevar esa forma de ser, esa cascada de gotas hasta el piano?
Y es que el piano en Ravel lo es todo. Y si no lo es todo, a buen seguro es mucho. En él hallamos rasgos tan característicos como inalienables a su música: el refinamiento del color, la elegancia en la búsqueda de originales sonoridades, meticulosos tecnicismos (“relojero suizo” le llamó Stravinsky), la sorpresa del sutil arabesco, las nuevas lindes sin perder de vista el tradicionalismo e influencias más directas: Debussy, Chabrier o Fauré, este último como necesario maestro inspirador. También llamativas declaraciones, tan extravagantes como ciertas: “mi mejor profesor de composición ha sido Edgar Allan Poe”, afirmó en una ocasión al New York Times. Bueno, sus palabras exactas, por cierto en 1931, justo cuando sus conciertos para piano veían la luz, fueron: “el más fino tratado de composición, en mi opinión y el que en cualquier caso ha tenido mayor influencia sobre mí, ha sido Filosofía de la composición”. En dicho ensayo, Poe establece el método de creación espontánea a través del cual escribió su obra más famosa, El cuervo y que todo literato debería seguir para escribir correctamente. Lo fundamental es que el creador tenga claro desde el principio cuál va a ser el desenlace y cuál es el efecto que quiere causar en el - en este caso, oyente. Lo demás, es secundario.
Todos, desde Fauré a Poe, son parte, pero ninguno es el todo en el preciosismo apasionado de un músico de “mundos sutiles, ingrávidos y gentiles”. Ricardo Viñes, pianista imprescindible del cambio de siglo y quien estrenaría algunas de sus obras más famosas como Gaspard de la Nuit, Jeux d’eau o Pavane pour une infante défunte, daría con la clave: “Ravel était a la manière de lui même”. Esa manera de ser que le llevó a sentir que había fracasado como creador. “No soy uno de los grandes. Todos los grandes compositores han producido enormemente. Hay de todo en su trabajo – lo mejor y lo peor, pero siempre hay cantidad… y yo he escrito relativamente poco… hice mi trabajo despacio, gota a gota”.
Humilde sinceridad o pretendida modestia, ¿quiénes han sabido realmente llevar esa forma de ser, esa cascada de gotas hasta el piano? No muchos. Viñes por descontado. También, en el recuerdo histórico, otros prodigios: Margherite Long estrenó su Concierto en sol mayor, Alfred Cortot se aventuró a versionar su Concierto para la mano izquierda, llevándolo a las dos manos y con el consiguiente enfado de Ravel; Robert Casadesus, habitual colaborador del compositor y primero en grabar su integral para piano, Walter Gieseking y, como puente hacia generaciones posteriores, Vlado Perlemuter, uno de los últimos que llegaron a estudiar las obras con el propio compositor. Después podemos citar a Ivan Moravec, Nikita Magaloff, Arturo Benedetti-Michelangeli, Martha Argerich y, por supuesto, Joaquín Achúcarro.
Ravel ha sido para Achúcarro “un amor de toda la vida”
Como él mismo dice, Ravel ha sido para Achúcarro “un amor de toda la vida”. Hay algo en su forma de abordar el piano del francés que lo han hecho completamente imprescindible. Allí donde otros ven un fuego llevado hacia el desbordamiento, cuando es necesario, vital, Achúcarro lo interioriza, comprende y eleva mostrando el virtuosismo de la expresión. ¿Acaso puede haber algo más complejo que el virtuosismo de la expresión? El arte y la virtud de Joaquín podemos apreciarlos en su forma de abordar el Scarbo del Gaspard de la Nuit, ponderado, degustado y con un leve poso tan macabro como sarcástico. Del mismo modo sucede en la sección central del Concierto en sol mayor, con un sentido de la suspensión excepcional y el fraseo más lírico, profundo y terso que podamos escuchar. “¡Esa frase que fluye! ¡Cómo trabajé en ella compás por compás! ¡Casi me mata!". Estas no son palabras de Achúcarro, sino de Ravel. La atmósfera como concepto absoluto, tan imprescindible en el compositor, comprendida y sentida por las manos del bilbaíno como pocas lo han hecho.
Precisamente ese concierto, junto al escrito para la mano izquierda, serán los que Joaquín Achúcarro nos ofrecerá para que celebremos junto a él su 85 cumpleaños, porque Joaquín no es artista de retos menores y uno solo de ellos le sabe a poco. Del mismo modo que se arranca con la Fantasía Coral antes de un Cuarto de Beethoven, o las Noches de Falla antes del Concierto de Grieg. Y así, más de 70 años de extraordinaria carrera.
Por cierto, que para disfrutar de Ravel más allá del piano, la Nacional nos ofrece este primer fin de semana de noviembre su Rapsodia española con David Afkham al frente de la formación y, ya en enero, su Shéhérazade con Miguel Romea y María José Montiel.
Me decía en una ocasión Joaquín que el mundo necesita soñadores. Bueno, el mundo lo que necesita es gente como Ravel, como Achúcarro, para que todos podamos seguir soñando. Felices 85, Maestro.
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