EL SENTIDO DE UN FINAL

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Por Gonzalo Lahoz (Crítico Musical)

En el verano de 1788, apenas tres años antes de su muerte, Mozart se encontraba, digámoslo así, en una situación un tanto desesperada ante una crisis económica que no termina de enderezarse. Marcha hacia Berlín, de la mano del Príncipe Lichnowsky, en lo que resulta un amargo revés a sus intenciones. No sólo no consigue liberarse de Viena, esa ciudad que parece no entenderle, que conspira en su contra y que en buena parte le da la espalda, sino que además no cierra apenas acuerdos para nuevas obras y ha de pagar al noble su parte del viaje. Ni su reciente Don Giovanni, ni las más de veinte obras que vieron la luz durante 1787 o su pequeño puesto en la Corte consiguen que la familia Mozart pueda mantenerse. Las cartas a su amigo y compañero masón Johann Michael Puchberg, comerciante de profesión, implorándole algo de dinero, comienzan a ser exasperantes.

Todo ello, sumado a la muerte de su padre Leopold meses antes y a la de su hija Theresia por “convulsiones intestinales” en junio de ese mismo año, no parece dibujar el escenario más propicio para la composición de grandilocuentes, efusivas y resplandecientes sinfonías como son las tres últimas que compuso, justo en ese momento, pero nadie, ni siquiera el propio creador, puede poner límites a la creación.

¿Un radical? No, aunque bien podríamos decir que sí. ¿Un revolucionario? Seguro.

La inspiración vino con un probable encargo para una serie de conciertos que tendrían lugar en el Casino de Spiegelgasse y que deberían haberse interpretado con la llegada del otoño. Con ellos en mente, Mozart se puso a trabajar de forma efervescente, como era habitual en él, sobre tres nuevas (y últimas) partituras: Sinfonía nº39 en mi bemol K549 (25 de junio), Sinfonía nº40 en sol menor K550 (26 de julio) y Sinfonía nº41 “Júpiter” en do mayor K551 (10 de agosto).

Con 32 años y en apenas dos meses erige tres maravillas sinfónicas con las que resulta imposible no verle como un avant-garde y, si no se quiere sonar tan extremista, sí en cualquier caso como un adelantado a su tiempo, algo que ciertamente chocaba de lleno con el rígido carácter del público vienés de la época. ¿Un radical? No, aunque bien podríamos decir que sí. ¿Un revolucionario? Seguro.

Tres sinfonías que dibujan la sombra del prerromanticismo y que alcanzarían de lleno a tantos y tantos que vendrían después, empezando por cobijar el germen del magistral árbol sinfónico de otro dios, padre y genio absoluto: Beethoven. Nos encontramos ante una soberbia música humanista, empapada del drama constante, lleno de fuerza, de energía, completamente arrollador. No hallaremos compás donde no seamos zarandeados, empujados, besados o elevados. Todo ese ímpetu, esa incomodidad (llamémosle así, ¿por qué no?) tan propia de Beethoven, comenzó en este Mozart. La lucha de contrastes, de sentimientos, de extremos y claroscuros, dibujados con la máxima de las purezas y el formalismo más académico. Un engarce perfecto que une, como si de una nueva ópera se tratase, sus Bodas de Figaro y su Don Giovanni con las posteriores Flauta mágica y Così fan tutte.

A Mozart, que no lo olvidemos durante mucho tiempo le hemos negado el pan y la sal, seguramente después le hayamos mal entendido desde el prisma de una visión demasiado romántica que ha aplastado la verdadera naturaleza mozartiana y su razón de ser. Sobre estas mismas sinfonías, por ejemplo, durante décadas se aseguró que su autor jamás las llegó a escuchar, algo ya totalmente desmentido. Y hace apenas un par de años, algunos autores volvieron a la teoría de que en realidad Mozart nunca las escribió (la 41 y otras anteriores), atribuyéndolas a un compositor italiano y acusando al de Salzburgo de, simplemente, robarlas. Ya saben… Colón también ha sido gallego, catalán, extremeño, vasco, mallorquín, italiano, portugués e inglés. Todo el mundo quiere a los genios y a sus hazañas para sí… cuando en realidad son de todos y, si me apuran, de ninguno.

Los estudiosos y sobre todo el gigante Harnoncourt, que tanta luz ha arrojado a la hora de comprender mejor a Mozart, nos llevan hoy día a sentir estas tres sinfonías como partes de un todo, como el sentido de toda una vida, o el de un final aciago que no podía preverse… o tal vez sí (perdónenme, pero la corriente del romanticismo me arrastra a mí también).

En Mozart siempre parece haber más teorías que fórmulas y desde luego más preguntas que respuestas

Ese todo que conforman las tres partituras y que presenta en un único concierto David Afkham el próximo 20 de mayo, dentro del Ciclo Satélites de la Orquesta y Coro Nacionales de España, estaría inspirado en el oratorio de su idolatrado Carl Philipp Emmanuel Bach (otro revolucionario, sin duda): Die Auferstehung und Himmelfahrt Jesu (La resurrección y ascensión de Jesús), de un dramatismo palpitante y que Mozart dirigió a principio de ese mismo año. Curiosamente, a finales de ese mismo año, será cuando fallezca Carl Philipp.

Quizá todo esto, de nuevo, se reduzca a mera especulación. Puede que esa homogeneidad, esa unidad responda simplemente a que las tres sinfonías fueron ideadas de seguido y en un momento concreto del sentir del compositor… o tal vez no, quién sabe. En Mozart siempre parece haber más teorías que fórmulas y desde luego más preguntas que respuestas, se tome el camino que se tome para intentar comprender ciertos porqués. En cualquier caso, para encontrar respuestas o para plantearse preguntas, nada mejor que entregarse a la música. Seguramente, para cuando este artículo se publique, las entradas para el concierto de la Nacional ya estén agotadas. Si es así, yo de ustedes, si pueden, me iría a la taquilla el día del concierto y rogaría a todo lo que se me pusiese por delante… la ocasión a buen seguro que merece la pena.

 

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