La Octava de Mahler convocó en su estreno muniqués el 12 de septiembre de 1910 a una orquesta de 150 músicos, un coro de 500 miembros y un coro infantil con 350 niños (aparte de los ocho solistas). Hagan cuentas y entenderán el sobrenombre de esta obra descomunal que constituyó el éxito más rotundo en la carrera de su autor y que acabó siendo la última en ser estrenada en vida del autor, fallecido menos de un año después. Las sinfonías de Mahler apuntaron desde el principio y sin remilgos a lo trascendental, pero esta tendencia se acentuó, aún más si cabe, en sus obras sinfónico-vocales, desde su segunda sinfonía –«Resurrección»– hasta ese testamento sonoro que es La canción de la tierra. Situada en la cima de este titánico podio, la octava sinfonía confronta dos facetas de lo divino o –mejor aún, de la relación del hombre con lo divino– empleando dos textos de filiación medieval –real o impostada– que vendrían a recorrer diversos sustratos definitorios de la identidad germánica (pretendida, eso sí, como universal). Un recorrido que el genio musical de Mahler supo representar a través de la maquinaria teatral de un oratorio bachiano y la atmosférica retórica de un drama musical wagneriano.