Ya desde los tiempos del estreno de esta sinfonía en 1908, diversos comentaristas próximos al compositor –entre ellos, su esposa Alma Mahler y el también compositor y amigo Alphons Diepenbrock– declararon haber reconocido entre sus líneas ecos de la poesía de Eichendorff –el «cantor del bosque alemán»–, voces de pájaros, muecas judías o incluso el característico chiaroscuro de la pintura de Rembrandt. No está mal para una sinfonía en la que Mahler se propuso –a diferencia de tantas otras– no expresar ningún contenido concreto. Compuesta en paralelo a la sexta sinfonía –la «Trágica»–, el «final feliz» de la Séptima la posiciona como reverso luminoso de aquélla, como el ascenso a la luz desde las sombras que la Sexta no pudo realizar. Con sus sonoridades nocturnas, la Séptima podría haber sido la versión mahleriana de la Noche transfigurada de Schönberg. Sin embargo, el compositor celebró su último movimiento con estentóreas citas de «música turca» alla Mozart y de la obertura de Los maestros cantores de Wagner. Un cierre desconcertante a un periplo sonoro convulso y lleno de contrastes pero, también, una experiencia intensa y transformadora, tal como esperamos de un compositor de este calibre.