Reverenciado en vida y considerado aún durante las décadas posteriores a su muerte el compositor más grande desde Beethoven, Mendelssohn y su obra han sido después –recurrente y rutinariamente– puestos en entredicho. El antisemitismo rampante desde las últimas décadas del siglo XIX –y su condición de judeoconverso– azuzó especialmente la estigmatización de su obra religiosa, y así Wagner se permitió escribir en 1879 que en manos de Mendelssohn «la música de iglesia se había convertido en música de salón». Estos juicios contradicen –y desconocen– la ascendencia de las fuentes musicales de las que se sirvió el compositor hamburgués: su primer oratorio –Paulus– es, en todos los aspectos, una actualización del ideal bachiano, mientras su obra maestra –Elías– edificó una eficaz y novedosa síntesis del oratorio inglés (Händel) y alemán (Haydn), aderezada con gestos plenamente románticos. Así, Elías recrea una dramática relación de episodios bíblicos –reyes impíos, plagas, idolatrías, castigos divinos– que prefigura momentos clave de óperas como Sansón y Dalila de Saint-Saëns y que pone en primer plano el conflicto esencial que mueve todos ellos –la fe y su reverso, la duda–, adelantándose un siglo al que será el núcleo del Moisés y Arón schönbergiano.
