«¿Por qué Beethoven?», se pregunta el director de orquesta y musicólogo estadounidense de origen suizo Leon Botstein en un célebre artículo sobre la imbatibilidad del mito. ¿Qué clase de narrativa ha hecho posible que su obra haya servido por igual para celebrar los cumpleaños de Adolf Hitler, conmemorar la caída del muro de Berlín o, más recientemente, reivindicar la hermandad palestino-israelí? Si algo demuestran estas contradicciones tan flagrantes, es que la música de Beethoven ha permitido a cada oyente escuchar en ella lo que ha querido. Eso sí, siempre en «modo épico». Este camaleonismo beethoveniano explica quizá que una partitura tan llena de vitalidad y energía como su Sinfonía núm. 2, escrita en la tonalidad de las oberturas de Las bodas de Fígaro y Don Giovanni, cuyos ecos resuenan sin trabas en los movimientos inicial y final, haya sido estudiada una y otra vez como el fruto musical de la profunda crisis personal que conocemos a través del «testamento de Heiligenstadt». Quizá el problema es que nos cuesta aceptar que las ideas musicales más elevadas pueden resultar de las ocurrencias más triviales. Porque ¿qué sería del Concierto para violín en Sol mayor de Mozart sin la cita de la encantadora tonada popular –«à la mélodie de Strassbourger»– situada en mitad de su rondó final?
