Las Tres pequeñas liturgias de la presencia divina, estrenadas en París en 1945, cinco meses después de la liberación de la ciudad de la ocupación alemana, obraron el milagro de ganarse instantáneamente el favor del público mientras los cachorros de la vanguardia –que, en palabras de Roland de Candé, estudiaban por entonces con René Leibowitz la posibilidad de «revivir las viejas series dodecafónicas de Schönberg»– la denostaron como un vulgar «retorno a Massenet». Una valoración miope, si tenemos en cuenta que, en tiempos más recientes, se ha visto en ellas un visionario anticipo de la estética espectralista más reciente. El empleo de las voces femeninas en unísono (reminiscente por momentos del canto gregoriano) se inscribe, no obstante, en la tradición liturgista francesa nacida de la École Niedermeyer, que encontró en Gabriel Fauré, alumno de esta institución, su pupilo más universal. Su Requiem op.48 (1888) permanece como su obra más duradera y atemporal, el modelo en el que debiera medirse cualquier obra sinfónico-coral que se pretenda heredera del Ars Gallica, desde las Tres pequeñas liturgias de Messiaen hasta Le visage nuptial de Boulez o Les sept paroles de Murail.
