Si existiera un limbo musical, sería el hogar de los arreglos de obras sinfónicas para agrupaciones reducidas. Estos arreglos, que jugaron siempre un papel crucial en la difusión del repertorio sinfónico, han sido juzgados con displicencia por los historiadores, si no directamente ignorados. Sin embargo, cuando Arnold Schönberg fundó en 1918 la Sociedad Privada de Interpretación Musical, proporcionó un inesperado aval artístico a esta práctica: sin el ropaje y la ampulosidad orquestales, estos arreglos permitían discernir la «esencia» de las grandes obras. Admirador de Mahler, el propio Schönberg firmó sendos arreglos de las Canciones de un camarada errante y las Canciones a los niños muertos y dejó inconcluso uno de La canción de la tierra. Es imposible exagerar el extremo estado de desolación en el que Mahler compuso el que fuera su último ciclo de canciones, tras su dimisión como director de la Ópera de Viena, la muerte de su hija mayor y el diagnóstico del defecto cardíaco que se demostraría terminal pocos años después. Transido de este estado de ánimo, su música transmutó la nostálgica luminosidad de los versos de La flauta china (traducción al alemán de una selección de poemas de la dinastía Tang) en un epitafio de imborrable memoria.