La Novena se resiste a sacudirse la mayor mistificación que ninguna obra musical haya soportado a lo largo de su historia, hasta casi impedirnos relacionarla con sus circunstancias históricas: estamos en una Viena que pasaba página a las guerras napoleónicas durante unos particulares «felices años 1820» en los que los oídos se rindieron a la desinhibición del canto rossiniano, al sentimentalismo del lied schubertiano y al contagioso ritmo del vals, y en la que la sala de conciertos basculó hacia formatos sinfónico- corales más afines a los nuevos gustos de un público fascinado con la espectacularidad. ¿Tendrá esto algo que ver con que Beethoven incluyera en el Finale cuatro solistas vocales, un coro, las plebeyas y ruidosas turqueries y un pegadizo y silbable «Himno a la alegría»? Difícilmente habría podido imaginar el compositor la inmensa fuerza simbólica que adquiriría esta sinfonía a lo largo de su historia, hasta convertirse en la insuperable ceremonia de catarsis colectiva que es hoy en día. Y es por ello que, si los hados son propicios, la Novena servirá de broche a la primera etapa de esta temporada haciéndonos sentir una vez más «el abrazo de millones de seres, el beso del mundo entero, bajo el cielo estrellado de un padre protector».