Antes de convertirse en el reaccionario nacionalista que conocemos por sus embestidas contra Franck, Debussy o Stravinski, Camille Saint-Saëns fue un intempestivo defensor de Wagner en suelo francés. Saludado por Berlioz como una de las figuras más prometedoras del panorama musical francés con solo diecinueve años, su segundo concierto para piano, compuesto en diecisiete días, da una idea cabal de unos referentes musicales –Bach, el propio Liszt– situados totalmente a contracorriente del adocenado gusto musical del Segundo Imperio. A diferencia de Saint-Saëns, Georges Bizet no disfrutó de un entorno que celebrara la precocidad e intensidad de su talento musical. Así, su primera sinfonía, compuesta a los diecisiete años como ejercicio de composición para el conservatorio, no vio la luz en vida del compositor. La partitura durmió durante ocho décadas (en poder de su viuda primero y de Reynaldo Hahn después) hasta que, tras retornar al conservatorio de París, fuera redescubierta en 1931 y celebrada como un hito del sinfonismo galo. Un nuevo estatus avalado por la perfección de su factura y la originalidad y vivacidad de sus ideas musicales, inscritas en una órbita próxima a la de La arlesiana.