Bartók en América: el frío exilio

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Por Gonzalo Lahoz (Crítico Musical)

Tres, como los entierros de Melquíades Estrada buscando un final digno, fueron las ocasiones en las que Bela Bartók viajó a Estados Unidos. De la última, en un final tan dulce como amargo, no regresó. Falleció en Nueva York, salvando continuos obstáculos económicos, en realidad no puede decirse que olvidado, luchando contra la leucemia y a más de 7.000 kilómetros de distancia de aquel cruce de caminos al noroeste de Timisoara en el que nació, en un pueblecito de pronunciación casi imposible: Nagyszentmiklós. Entonces perteneciente al Imperio Austrohúngaro, bajo el influjo de Yugoslavia cuando murió, Rumanía hoy día. Cosas de nacionalismos, ya saben.

Y he querido escribir que el final también fue dulce porque, pienso, ha de serlo para alguien que se mantuvo comprometido y fiel con sus creencias y principios hasta el último momento. Detrás del extraordinario músico estaba el hombre honesto, íntegro, socialmente involucrado. El artista en – el que debería ser – su concepción bi(multi)direccional y total.

En 1937, la Reichmusikkamer (Música de cámara del Reich) solicitó al compositor documentos que pudieran probar su pureza racial y sopesar así el encargo o no de una nueva obra. La respuesta del músico fue tajante: “Durante toda mi vida las únicas credenciales que he mostrado ante una actuación han sido mis partituras”. Bartók se sentenció. Su música dejó de interpretarse no sólo en Alemania, sino también en Italia, bajo el régimen de Mussolini. En Hungría, los oportunistas, los de la vida regalada y los que sucumbieron al miedo, le dieron la espalda. Béla no dio ni un solo paso atrás: prohibió que sus obras fueran publicadas en alemán, haciendo hincapié en que sólo debían imprimirse en inglés, francés y húngaro. Y de ahí, al otro lado del Atlántico.

...sólo llevaban consigo una pequeña bolsa con sus pertenencias y una partitura: su Sonata para dos pianos y percusión. Como símbolo de resistencia, como símbolo de su amor.

Al parecer, cuando finalmente el matrimonio Bartók se instaló en América, en el otoño de 1940 - exiliándose tras el acuerdo entre Hungría y la Alemania nazi -, sólo llevaban consigo una pequeña bolsa con sus pertenencias y una partitura: su Sonata para dos pianos y percusión. Como símbolo de resistencia, como símbolo de su amor. Pronto (1942) daría lugar a una nueva creación, transformándola en concierto al añadirle toda una orquesta y formando parte del pequeño ramillete de composiciones, fundamentales, representativas de toda una carrera, consustanciales de una vida más bien, y con las que demostraría cómo su pluma fue aquella que pudo avanzar entre nacionalismos, más allá de meras etiquetas de quienes no pudieron – o quisieron - ver más allá del folklore o le tildaron con demasiada rapidez como el Debussy del Este. La evolución de la música tomando como base sus raíces populares, unidas a la innovación desde todos sus ángulos, dieron forma a algunas de las creaciones, estas, más genuinas de su tiempo.

Pero su gestación no fue sencilla. América recibió a Bartók con los brazos abiertos. Como etnomusicólogo, como pianista, como profesor… pero no tanto como compositor. Hay abrazos y abrazos, y aquella primera calurosa acogida, en la que surgían recitales y donde la Universidad de Columbia le invistió Doctor Honoris Causa, pronto, de algún modo, se enfrió. Bartók resultaba demasiado pintoresco, demasiado moderno y complicado (¿radical?) para tantas mentes acartonadas de la élite. Por su parte, terco como él solo, rechazaba cualquier ingreso que pudiese oler a caridad. Su enfermedad le obligó a abandonar ciclos de conferencias en Harvard y la investigación que comenzó sobre las canciones populares de su tierra se vio abocada a su fin tras quedarse sin fondos ni financiación. Por muy bien que a uno pueda irle, el exilio siempre es frío y componer, de pronto, resultó para Bartók algo ciertamente desmotivador.

Un rayo de luz se abrió de la mano del por aquel entonces titular de la Sinfónica de Boston, el ruso Serge Koussevitzky, quien consiguió arrancar un encargo al compositor, en la forma, duración e instrumentación que él quisiera, ayudándole así con sus problemas económicos y sorteando el orgullo y suspicacia del músico. El resultado fue una de las obras más representativas de toda su carrera: el famoso Concierto para orquesta.

En su boceto a lápiz, al final, escribiría la palabra “vége”. Traducido del húngaro, algo así como “el final” o “se acabó”. Cuatro días más tarde, moriría.

En un arranque de renovada vitalidad compositiva, Bartók terminó la Sonata para violín solo que le encargara otro de los grandes humanistas que ha dado la historia de la música: Yehudi Menuhin y pensó en su esposa para un nuevo e inconcluso Concierto para piano, el tercero. En su boceto a lápiz, al final, escribiría la palabra “vége”. Traducido del húngaro, algo así como “el final” o “se acabó”. Cuatro días más tarde, moriría. Nunca antes había escrito ese término. Sin embargo, es curioso, convirtió su segundo movimiento en un Adagio religioso, con el Cuarteto nº15 de Beethoven como inspiración, aquel cuya sección central escribió el alemán tras salir de una grave enfermedad, marcándolo como “Neue Kraft fühlend” (Con fuerzas renovadas). ¿Un hilo de esperanza al que aferrarse a través de la música? ¿La búsqueda de la redención? Todo puede ser.

Quedó además por terminar su Concierto para viola. Del anterior y de este se ocupó su alumno y amigo Tibor Serly, pudiendo escuchar también esta última obra, por cierto, en la presente temporada de la Orquesta Nacional, ya en el mes de junio.

La última aparición pública de Bartók fue el 22 de enero de 1943, junto a su mujer Ditta Pasztory, para interpretar el Concierto para dos pianos y percusión*. La American Control Commision en Hungría le había concedido permiso para regresar a su país, de cuyo parlamento fue elegido diputado, pero Bartók nunca volvió.

Una vez, de modo premonitorio y mucho antes de su marcha a Estados Unidos, escribió a su madre: “El éxito fue, es verdad, bastante grande, pero un poco tardío”. Él, como tantos, sólo tuvo que esperar toda una vida para ser verdaderamente reconocido.

 

 

* La Orquesta y Coro Nacionales de España interpretarán la obra el 1 y 2 de diciembre bajo la batuta de Juanjo Mena, con Luis y Víctor del Valle como solistas y con Carmina Burana de Orff completando el programa.

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